domingo, julio 09, 2006

CRÓNICA
Paren las rotativas, salvemos a Batalla
Por Alberto Zumarán
Publicado en Revista TRES, en octubre de 1998.

En las postrimerías de la dictadura, dos compatriotas -Uberfil y Lilián- fueron detenidos en Porto Alegre y trasladados por efectivos uruguayos hasta nuestro país, donde permanecían detenidos. El episodio sirvió para revelar la coordinación entre los aparatos represivos de la región. Hugo Batalla, como en tantas otras ocasiones en aquellos años de opresión, asumió la defensa de Lilián y Uberfil.

Así las cosas, una mañana, tempranito, llegó hasta mi casa un sacerdote amigo para confiarme que otro sacerdote había recibido, no la confesión, pero sí la consulta, tensa y angustiada, de un oficial militar que se habría conjurado con otros para dar muerte a Hugo Batalla. La conjura tenía el propósito de "vengarse" y castigar con la muerte la conducta valiente y comprometida de Batalla, que había asumido la defensa de otros muchos y muy connotados "subversivos" de la época. Con la muerte de Batalla, los conjurados perseguían el propósito de hacer abortar el naciente proceso de retorno a la democracia que consideraban una traición a la causa común que los había congregado durante los años del "proceso".

Resolvimos comunicarnos de inmediato con Hugo para imponerle del peligro que corría pues el atentado era inminente. Hugo vino a mi casa sobre el mediodía. El sacerdote barajó algunos nombres de los conjurados y éstos coincidían con algunos (le los que habrían participado del secuestro de los compatriotas. Batalla permaneció imperturbable. En todo momento restaba importancia al episodio. Sostenía que no iban a atentar contra su vida sino que buscaban amedrentarlo. No aceptaba que hiciéramos nada más por él. Quería dejar mi casa de inmediato para no comprometerme. A duras penas conseguimos que permaneciera unas horas.

Reunimos a la Comisión Uruguay de Derechos Humanos, que presidía Horacio Terra Arocena. Contra la opinión de Hugo hicimos una gestión ante el embajador Shaw para asilarlo en la embajada de España. La gestión que llevamos adelante con el doclor Francisco Ottonelli y Jaurena fracasó rotundamente porque el reino de España no reconoce el derecho de asilo y por la negativa de Batalla a asilarse. Corrían las horas. Algo había que hacer. Entonces pensamos que una forma de protegerlo consistiría en que se supiera que la comisión tenía los nombres de los que cometerían el atentado. Este curso de acción contó con la aprobación de Batalla. Allá fui hasta El País. Ya era noche. La edición estaba pronta para entrar en máquinas y nadie había allí con autoridad suficiente como para introducir un cambio de esa entidad y sobre iodo, con ese peligro para la salud del diario y de sus directores. Salí por Cuareim hasta 18 para tornar hasta mi casa. Caminaba cabizbajo. Tenía que decirle a Hugo que no había encontrado ninguna solución. Llegué hasta 18 y Yaguarón. Frente a mí se levantaba la silueta del edificio de El Día. En mi vida había entrado a esa casa. Pero la necesidad tiene cara de hereje. Entré. Pregunté por quién a estaba al frente del diario a esas horas. Me atendió Francisco Artigas, a quien no conocía. Le conté, sucintamente, en lo que andaba. Garabateamos sobre su mesa de trabajo el titular de primera, a toda página, dando la noticia del intento de atentar contra la vida de Hugo, la intervención de la comisión y que ésta conocía los nombres de los involucrados. Artigas dio, en lo que para mi era aquella “caverna", la orden que, sin embargo, sonó en mis oídos como una música celestial: "Paren las rotativas. Cambiamos la primera”.

Volví a mi casa con el ánimo levantado, deseando contarle a Hugo las distintas alternativas de ese día tan agitado. Pero Hugo se había ido. No quería comprometernos más. Hasta el extremo de no dejar la menor pista de dónde había ido o dónde lo podíamos encontrar para ayudarlo en esa instancia tan difícil. Nada. Era un caballero generoso y valiente.

No hay comentarios.: